Presupuesto
La
existencia de una historiografía dominicana remite a un proceso de data
relativamente reciente. Al utilizar el adjetivo dominicana, queda implícito que
tiene como punto de referencia al conglomerado humano que ha recibido ese
nombre. Si en los hechos, la conformación del colectivo se puede remontar al
siglo XVIII en lo tocante al reconocimiento común, no surgió con él una
corriente de pensamiento sistematizado que se centrara en la intelección del
pueblo como ente integrado. Esto se puede atribuir a la exigüidad de las
expresiones culturales de élite durante la colonia, lo que resultaba reforzado
por la debilidad de esos planos de identidad compartida, obstaculizados por las
regulaciones socioculturales del ordenamiento colonial. Quienes columbraban un
colectivo definido, como puede observarse en las obras de Luis José Peguero
y Antonio Sánchez Valverde, lo hacían con un recorte sociocultural excluyente
de todos aquellos que no encajaran en el prototipo ideal, vigente en los medios
sociales a que pertenecían estos autores, del criollo de origen hispano.
Hasta
adentrado el siglo XIX, la producción historiográfica fue minúscula, no tuvo
efectos significativos en la dinámica histórica y quedó truncada en cierta
solución de continuidad, como parte de los procesos que condujeron al final de
los tiempos coloniales. De los dos autores mencionados, Peguero permaneció
en el anonimato, mientras los libros de Sánchez Valverde circularon en
forma harto limitada en el país. Este último quedó como un fulgor
solitario. Habría que esperar unas siete décadas, tras el prolongado hiato de
la primera mitad del siglo XIX, para que se pudiera percibir la modesta génesis
de una corriente de producción historiográfica y para que la misma se conectase
con mecanismos de desarrollo de la identidad nacional.
Solo
entonces comienza a encontrarse cierta consonancia entre la afirmación del
proyecto nacional por la autodeterminación y la consolidación de una
historiografía propia. Fue en función de la maduración de circunstancias
materiales y culturales que pudo ir surgiendo en las últimas décadas del siglo
XIX la historiografía relativa al devenir del pueblo dominicano. De manera asaz
relevante, en ese contexto tal novedad se inscribió en los procesos de
conformación de la nación.
Cierto
que, en una sociedad atrasada, la producción cultural formal no tuvo efectos
similares a los de países centrales, pero no menos cierto es que, en el
accionar de los núcleos urbanos dotados de niveles educativos, la conformación
de nociones sobre la génesis y la trayectoria del colectivo a la larga
desempeñó un papel de importancia en la consolidación del hecho nacional.
Tal
innovación en la práctica giró alrededor de los debates llevados a cabo entre
los sectores medios y superiores acerca de la viabilidad de la
autode-terminación. Por supuesto, forjar nociones acerca de la historicidad
local no dependió de manera exclusiva de textos historiográficos, sino de las
condiciones para que emergiera una atención a la existencia del colectivo,
seguida de la búsqueda de su decurso en el tiempo y de la definición de
nociones acerca de sus rasgos constitutivos. No obstante, la dimensión
minúscula de la capa de intelectuales y letrados, tales mecanismos cobraron un
peso inusitado dentro de los ámbitos urbanos, al grado de horizontes culturales
que alcanzaron el efecto de tornarse parte de mentalidades colectivas.
El
enfoque de este capítulo está concebido para entrar en sintonía con los
objetivos de la Historia general del pueblo dominicano.
Como
principal recurso metódico, efectúa las conexiones de los discursos históricos
con la evolución de la colectividad. Desde sus antecedentes, como se discurrirá
abajo, la historiografía nacional se ha constituido en torno a la pregunta
acerca de la sustancia del ser de los dominicanos. Se desprende que el hilo
conductor crucial del recorrido radica en la contribución de la historiografía
a la intelección del colectivo.
El
desarrollo de las exposiciones acerca de la historia del país queda imbricado
con el de los cambios acaecidos en la vertiente «objetiva» y global de la
historicidad, así como en la intelección subjetiva de su condición por parte de
sectores de la población, en especial los urbanos cultos.
En
función de lo anterior, las exposiciones de los historiadores se clasificarán
de acuerdo a los tiempos históricos en los cuales sus narraciones e
interpretaciones encuentran sentido macrosocial; esto es, se procura encontrar
conexiones entre determinantes generales de cada época y las elaboraciones de
los historiadores. Esto supone, en primer término, trazar panoramas sumarios
sobre contextos histórico-sociales. Desde luego, no se trata de recrear los
trazos de cada época, pero sí de perfilar las condiciones en que se insertaron
los historiadores.
Conforme
al precepto de conectar historiografía y realidad
histórica, se persigue establecer las consecuencias de los moldes
culturales sobre los perfiles del discurso histórico. Con esta doble
aproximación se trata de prevenir tanto un sesgo de sociologismo como el
contrario de tipo culturalista, que se abstrae de las condiciones históricas,
entre las cuales sobresale la acción de los grupos sociales.
La
imbricación entre sociedad, cultura e historiografía remite a la solución de
otro problema, que es el de la determinación colectiva de los sentidos de la
producción individual de los historiadores. Esto significa que la
elaboración cobra significado a la luz de las condiciones historiográficas en
que se desenvuelve. La obra individual, medio por excelencia del
discurso histórico, no puede ser objeto de intelección al margen de las
condiciones vigentes en el interior de la disciplina. Los contenidos
expuestos deben ser evaluados como parte de corrientes. Y la corriente
no se confina en un plano nacional, pues está en correspondencia con tendencias
políticas, culturales e historiográficas en el mundo occidental.
Resulta,
empero, evidente que existen textos acerca de la historia que no se compaginan
con esos rasgos, sobre todo antes del advenimiento de la modernidad occidental.
Podría hablarse en estas situaciones de sujetos colectivos en la confección de
texto, como es aplicable a una parte de los informes administrativos del
periodo colonial. Pero incluso esos materiales colectivos, estatales,
religiosos, institucionales, mitológicos- no dejan de plantear problemas
relativos a su ubicación dentro de corrientes y de la intervención en ellos de
sujetos individuales. Sin embargo, aunque esté presente la individualidad, en
la generalidad de esos textos está vedado el despliegue de la subjetividad de
cada quien.
Ahora
bien, el hecho de que los moldes ideológicos dominantes y las corrientes
historiografías delimiten los autores no autoriza reduccionismo respecto a
cualquiera de estos planos. El contenido de una obra no se agota en las
conexiones. Nada anula la capacidad innovadora de los autores, quienes se
decantan en tanto que tales en la medida en que introducen problemas nuevos y
soluciones originales. En definitiva, la historiografía presupone el examen
de las expresiones puntuales que tipifican épocas y marcan giros en los
contornos de las corrientes.
Otro
problema reside en la relación que se produce en todo análisis entre el
componente técnico del discurso y el de sus sentidos ideológicos. El énfasis en
los aspectos profesionales, sobre todo la erudición, es propio de los
historiadores académicos. En una propuesta alternativa, estos temas se
introducen en la medida en que son necesarios para lograr la intelección del
contenido intelectual, el cual confiere relevancia a la disciplina en su
impacto en el discurrir de las colectividades.
Fuente:
Comité
directivo, coordinador general Roberto Cassá, Coordinador Genaro Rodríguez
Morel, Historia General Del Pueblo Dominicano (Aspectos Metodológicos,
Culturales, Aborígenes, Conquista y Proceso histórico del siglo XVI) Tomo I República
Dominicana 2013, pg. 57-60.
https://hgpdvol1.academiadominicanahistoria.org.do/56/